Muchas veces cuando estamos dormidos tenemos sueños que nos dejan un mal sabor de boca. Esta noche, sin ir más lejos, he empezado con algo que parecía un sueño agradable y que ha acabado en otro lugar y dejándome mal cuerpo.
Empecé el sueño en un campamento, como tantos otros a los que he ido. Hasta ahí, todo normal. Sin embargo, el comedor era un lugar oscuro, una construcción que simulaba una cueva sin luz y llena de mesas y bancos de madera donde poner nuestros platos y cubiertos y comer en comunidad. Pero yo no tenía mi plato ni tampoco algún cubierto, y protesté. La monitora me dijo que era responsabilidad mía el tener mis cosas controladas, pero yo no estaba de acuerdo porque se lo dejé a otro monitor y éste me lo perdió, con lo que era justo que fueran los monitores los que me compensaran con unos cubiertos nuevos para que pueda comer. Parece ser que no nos pusimos de acuerdo, porque lo siguiente es que yo estaba en Madrid con una maleta. Realmente, y esto es lo bueno de los sueños, esa ciudad no era Madrid. Es decir, era una ciudad que no existe, con imágenes que seguramente no existirán, pero con la seguridad que solamente dan los sueños, de que esa ciudad que estaba en mi cabeza es y será Madrid.
Pero volvamos al sueño. Estaba con mi maleta yendo a un lugar que me habían comentado que tenía taquillas y podría dejar ahí mi maleta hasta que llegara la hora en que me tuviera que ir. Solamente iba a estar en la ciudad unas cuantas horas, y por no estar cargando con el equipaje todo el día me dirigía allí. Bajando la cuesta que me conducía al lugar me encontré con un impresentable de aquellos que se piensan que solamente ellos son buenas personas y tienen la razón, y se metían con un chaval que no tenía muy buena presencia pero que yo sabía que era un buen muchacho. Le dije que aquello no estaba bien y tuvimos un intercambio de palabras. Yo lo dejé estar sin preocuparme mucho y seguí bajando la cuesta. Recuerdo el lugar. Eran unos soportales estrechos, como si fueran los de una biblioteca antigua, y se encontraba en frente de la catedral (que obviamente no era la Almudena).
Llegué a la taquilla, dejé el equipaje, y me puse a mirar el escaparate de la tienda de al lado, que era de joyería. Es curioso, pues yo nunca llevo joyas encima, pero en los sueños nada de eso importa. Me dispuse a patearme la ciudad, pero subiendo la cuesta para llegar al punto de inicio, me encontré con aquel joven con el que había discutido. Él iba en bicicleta y quería atropellarme con ella y hacerme daño. Corrí muchísimo y llegué a un semáforo de una amplia avenida, donde pude darle esquinazo. Quería volver y recuperar mi maleta, pero no podía ir por el camino de antes. Tenía que dar un rodeo.
Aquel rodeo en realidad no lo era tanto. Para poder pasar al otro lado y llegar a la zona de las taquillas, debía de pasar por unas pasarelas de madera que no contaban con barandilla. Dicho así no suena demasiado espectacular, pero para que os pongáis en mi situación, era como si un enorme parque urbano se hubiera dividido en dos porque en medio hay un abismo, y estas partes están unidas por esas pasarelas. El miedo me invadió, porque debía pasar por ahí y no me atrevía, aunque la gente no parecía asustada y caminaban por ellas, incluso haciendo grandes colas.
Como no me atrevía a cruzar por ninguna, caminé y caminé, hasta que un hombre se me acercó y me dijo que él conocía la más corta de todas las pasarelas y la que menos gente empleaba. Como no quería hacer cola ni tampoco estar mucho tiempo en una de ellas, me dejé guiar.
Y ahora es cuando pasan esas cosas que solamente pueden pasar en la imaginación y que en la realidad están más que prohibidas por las leyes de la física. Para llegar a la pasarela tenía que agarrarme de una cuerda. La cogí y de repente la pasarela desapareció y se convirtió en una especie de túnel oscuro en el que había que realizar una serie de pruebas. Solamente recuerdo la última. Antes de realizarla, oí un grito de dolor y, cuando me dirigí al lugar, vi a un amigo allí sangrando de la cabeza, con una especie de casco del que salían tubos. El casco le estaba pegando una paliza. Vislumbré una puerta y la abrí. Y allí, en lo que sería el control del túnel, donde se encontraban los trabajadores del parque de atracciones (era eso de lo que se trataba el lugar), allí estaba el chaval que había intentado atropellarme con la bici, y que estaba pateando a mi amigo. Salí de allí corriendo con mi amigo, con tan mala suerte que, en lugar de encontrarnos al otro lado de ese abismo y poder dirigirnos a la taquilla, estábamos en el otro lado. Debía volver sobre mis pasos, cruzar la amplia avenida y bajar la cuesta, todo esto, corriendo y deseando que el loco maníaco no me siguiera y me cogiera.
Os prometo que en pocos sueños lo he pasado tan mal tantas veces seguidas, y en pocos he corrido tanto como en este.
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