Parece que fue ayer cuando jugué por primera vez mi primera partida de rol. Estaba en un campamento con algunos amigos y, llevaban tanto tiempo hablándome de lo divertido que era el rol, que me animé a jugar y montaron una partida de iniciación. Como toda primera vez, fue bastante desastrosa. A pesar de que la ficha de personaje no estaba mal, habían olvidado los dados para poder jugar bien, y acabamos inventando un sistema nuevo para el día. Además, teníamos que jugar a la luz de una linterna. A pesar de todas estas dificultades, me gustó. Sentí la experiencia como cuando lees un buen libro que te engancha desde el primer momento, que te lleva al mundo de aventuras y lo vives como si fueras tú el protagonista, que te alegras cuando le salen las cosas bien y te enfadas cuando le salen mal.
Pues bien, desde entonces siempre he pensado que en realidad un juego de rol es eso. Una especie de novela narrada en la que eliges qué personaje llevar por el mundo de aventuras. Es un personaje creado por ti al que acabas cogiéndole muchísimo cariño, ya sea porque es muy similar a ti, o bien por todo lo contrario. Sin bien es cierto que no eliges qué aventura vas a vivir, pues para eso hay un máster (o director de juego), realmente es lo que menos suele importar. Si el máster cumple bien su papel, entonces eres capaz de meterte tanto en la piel del personaje que el tipo de aventura es lo de menos, lo que cuenta es lo bien que te lo estás pasando.
Sin embargo, llevo una temporada sin jugar a rol en mesa. Ahora me he pasado a un “nivel más alto”, por llamarlo de alguna manera. Son los roles en vivo. En éstos ya no se narra la aventura, directamente se vive. Tu piel es realmente la piel de tu personaje. Mejor, tú eres el personaje. Es una obra de teatro sin un guión predefinido. Es una verdadera aventura que te obliga a investigar sobre el tema, saber cómo piensa ese personaje, cómo habla, cómo camina,… en definitiva, ser otra persona.
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